A LOS MINISTROS PROVINCIALES Y CUSTODIOS FRANCISCANOS OFM DE EUROPA- UFME MENSAJE DEL PRESIDENTE DE LA UFME PARA LA PASCUA 2020

Fecha: 11.04.2020.

Queridos hermanos Ministros Provinciales y Custodios,

Queridos hermanos franciscanos de Europa,

Hermanos y hermanas:

 

Desde hace veinte años, nuestra Unión, la UFME OFM, habla del «Proyecto Europa». Son muchas las iniciativas desarrolladas en distinto ámbitos de nuestras Provincias y Custodias de Europa. Y así ha sido también durante los siglos que nos han precedido, desde aquellos benditos inicios en los cuales el Evangelio se convirtió en forma vitaeen la misión fraterna. Recordamos la historia franciscana en Europa. Recordamos cómo en poco tiempo, en la época de nuestro Seráfico Padre, la Cismontana y la Ultramontana se convirtieron en respetables comunidades franciscanas que manifestaban alegría y animación recíproca (cfr. Rb, 6). Desde los inicios del siglo XIII, célebres franciscanos han marcado Europa con su espíritu, su acción, su intelecto y sus palabras ponderadas y castas, para utilidad y edificación del pueblo (Rb, 9). Los hermanos reconocieron enseguida el extraordinario amor de Francisco por las «palabras divinas escritas» y de aquel amor nacieron en todo Europa muchas universidades ilustres, que deben su nombre a figuras como Alejandro de Hales, Buenaventura de Bagnoregio, Pedro de Juan Olivi, Duns Scoto, Guillermo de Ockham, y muchos otros...

En nuestra tradición franciscana la teología es sabiduría. Y es esa sabiduría la que nos ayuda a hacer que la experiencia de la gracia se convierta en fuerza para la vida y para la transformación del mundo, sobre todo en las tribulaciones. Y así, cuando Europa se ha encontrado ante sus litóstrotos, cuando ha sido atada a la columna y flagelada, cuando ha resistido a sus muchos Vía Crucis y Calvarios, estaba siempre presente el Fraile Menor que, de rodillas, oraba por su Europa. Los Franciscanos han atravesado grandes tribulaciones, han dado la vida innumerables veces, se han contado entre aquéllos que han blanqueado sus vestiduras con la sangre del Salvador, uniéndose a aquel número profético de ciento cuarenta y cuatromil.

¿Nos hemos cansado? ¿Nuestros ideales? ¿Sólo la Regla o la Regla y la vida?... ¿Quizás nos hayamos establecido demasiado y hayamos pensado que todo en la historia, del mismo modo que nace, en un momento muere?... Sé que el coronavirus ha marcado fuertemente la vida de muchos de nosotros, de nuestras comunidades, de nuestras familias y nuestros amigos. Es difícil... El miedo a lo desconocido y a lo incierto, el miedo a la soledad, el miedo a la muerte, el miedo a nosotros mismos. No saber cuándo podremos ver de nuevo a nuestros seres queridos,no saber cuándo podremos estrechar tranquilamente de nuevo la mano de un conocido a quien no vemos desde hace tiempo. Recordemos el pequeño Testamento de Siena: en él Francisco se dirige, no sólo a los frailes que entonces estaban en la Orden, sino también a todos aquéllos que entrarían en ella hasta el fin del mundo. Por tanto, también hoy nos da su bendición.

La historia de nuestro carisma y la bendición de Francisco nos enseñan una cosa: si con consciencia doblamos las rodillas ante el Sagrario o ante la cruz de Cristo, descubriremos en nosotros tanta fuerza que es don Suyo (cfr. 2 Tim 1,7). Con esta fuerza podemos realzarnos después de cada caída y reanudar el camino.

            Quizás no hemos estado nunca tan unidos en la oración, junto con todo el mundo, como en este tiempo de pandemia. Que esto pueda convertirse en nuestro proyecto primero y nuestra guía. Arrodillémonos a los pies de la cruz de Nuestro Señor, manifestemos respeto y honor al Santísimo Sacramento, adoremos y oremos. Grandes y pequeños. Enfermos y sanos. Orientemos todas las cosas temporales al espíritu de la santa oración y devoción.

Era viernes y un hombre ha orado solo en la Plaza de San Pedro, donde nunca nadie había quedado solo. Y sobre él apuntaban los ojos de todo el mundo. Detrás de cada ventana iluminada se podían entrever las familias, cuyos miembros,  unidos el uno al otro, tenían los ojos y los pensamientos fijos en aquella plaza, sobre aquel hombre, sobre aquel destello de esperanza que nos estaba donando. ¡Nuestro Papa Francisco!... Todos distantes los unos de los otros, pero nunca tan cercanos… Todos hermanos, todos hombres del mundo, todos hijos de Dios. Todos humildes y perseverantes en el mismo pensamiento. Si tuvieras fe como un grano de mostaza…, se nos ha dicho. Sumemos y multipliquemos en este momento  todos nuestros pequeños granos de mostaza, todas nuestras plegarias más pequeñas y silenciosas, todos nuestros deseos y voluntades. Ayúdanos, Señor, finalmente el mundo entero ora unido. Escúchanos, Señor…

            ¡Cuántas veces hemos escuchado en estos días la palabra «aislamiento»! ¡Qué difícil resulta todo esto! Para muchos es insostenible… Las familias, los amigos, los vecinos, las comunidades religiosas… Nuestra vida está entretejida de encuentros, pero sabemos y comprendemos que ahora un encuentro puede ser fatal para nosotros y para los demás, como ha dicho en estos días un religioso… Y la primavera florece, los lugares de oración, las calles y las plazas, tantos sitios significativos para nosotros. Sólo ahora comprendemos cuánto los echamos de menos.

            Sin embargo, el aislamiento tiene otro aspecto: más estamos aislados, más estamos cercanos a las personas que amamos, a lo que para nosotros es sagrado. Quizás para muchos de nosotros este periodo es una ocasión única para conocer lo que significa estar en soledad, retirarse del mundo…, qué significa aislarse. Cuántas veces hemos hablado de «salida del mundo», «soledad», «vida solitaria». Hemos hecho programas que, sin embargo, han fracasado aun antes de que probáramos a realizarlos. ¿Por qué?... Quizás porque no nos hemos alejado del mundo con sinceridad de corazón. Lo hemos dejado. Nos hemos aislado. En este aislamiento, de rodillas y ante de la cruz nos hemos unido a Jesús y nos hemos convertido en una sola cosa con Él. Y, a través de Él, una sola cosa con todos aquéllos que llevamos en el corazón y en el alma, con todo lo que más humanamente deseamos, de lo que hemos hecho voto.

            Pensemos en el Averna y en San Francisco: durante días permaneció solo al borde de un precipicio, abandonado al piadoso deseo de sentir parte del dolor experimentado por Él en la cruz. Aquella soledad, aquella ferviente plegaria suya y aquel arrodillarse día y noche le llevaron a una unión con Dios, a una unión con todo el mundo, a una unión con cada hermano y hermana, lo que le confirió el atributo divino de alter Christus. Nuestro fundador se unión se unió talmente a la Pasión de Cristo que, abandonándose plenamente a Él, se convirtió él mismo en obra de Cristo, y no obra suya.

            Por cuanto pueda parecer fuerte, incluso incomprensible, Jesús fue dejado como presa al aislamiento, a la separación, a la soledad, al abandono y a la muerte. Y ¡he aquí la vida! ¡Una nueva vida! ¡El Resucitado! San Francisco intuyó que el Niño de Belén-Greccio y Aquel que padeció en el Calvario-La Verna estaba aislado, “separado”. Sobre la cruz, Jesús se sintió talmente solo y abandonado que lanzó un grito: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?». ¡Él, el Salvador de mundo, privado de cualquier contacto, mantenido a distancia, clavado a la cruz!

¡Cuántos lanzan también hoy gritos y lamentos desde sus cruces! Seguramente también vosotros conocéis alguno. Personas solas, asustadas, sin nadie. Debemos dejarnos inspirar precisamente por estos enfermos que sufren, enganchados a respiradores, y que en la angustia profunda en la que se encuentran y en la consciencia de acercarse a la muerte, abrazan con su alma al Padre, suplicándole que no les abandone. Llenos de miedo, con las últimas fuerzas que les quedan, desean abrazar espiritualmente a su madre, a su padre, al marido, la mujer, a sus hijos, al novio, a la novia, a los amigos… Estas personas, venerados hermanos, representan para nosotros una ocasión auténtica y actual para poner en marcha un proyecto que será afín a nuestro Seráfico Padre Francisco. Su conversión tuvo comienzo precisamente desde el encuentro con un hombre sufriente, un hombre abandonado, un hombre lleno de angustia y miedo, un hombre que se encontraba ante la muerte: un leproso. San Francisco, junto con sus hermanos, iba a encontrar a los leprosos y les llevaba de comer, los cuidaba, les dirigía palabras de sosiego, estaba con ellos en sus últimos momentos de agonía. Reconocía en ellos a Jesús y quería estar a su lado porque «[estaba] enfermo y me habéis visitado» (Mt 25,36).

            En este tiempo presentemos a Jesús nuestra soledad en este aislamiento general, la emergente supresión y la imposibilidad de cualquier contacto. Hemos conocido la noticia de un anciano sacerdote aquí en Europa que ha entrado en la U.C.I. con la Biblia en la mano. Sabía que la situación era grave y que la enfermedad lo conduciría a la muerte. Hasta que le fue posible, visitó a los moribundos, leyéndoles pasajes de la Biblia y cogiéndoles de la mano. Los médicos, olvidados su propio Bautismo, Primera Comunión y Confirmación, se encariñaron con el anciano sacerdote enfermo. Cuentan que, después de su muerte, cogieron su y nuestro Libro de los Libros y continuaron leyéndolo a los moribundos para hacer de modo tal que en Cuidados Intensivos no se apagase la voz de la esperanza.

Porque en este tiempo de horror, la virtud teologal de la esperanza resplandece con haces de luz especiales. Esperanza de que en nuestras plazas regrese la vida, que se vuelva a escuchar el rumor de las suelas de los zapatos en las pobladas avenidas y que aparezcan de nuevo las risas en las esquinas de las calles y de los parques. Y nuestras iglesias estarán de nuevo llenas. Y con ardor y entusiasmo responderemos “y con tu espíritu”, estrecharemos la mano a la persona que esté a nuestro lado, agradeceremos al Señor el estar vivos, el estar allí presentes.

            Antes de Su pasión, Jesús se retiró a un lugar solitario y dejó todo para estar a solas con el Padre celestial. Y fue precisamente en Getsemaní, además de en la oración del Padre Nuestro, donde Jesús llamó a Su Padre «Abbà, Padre». Allí, bajo el sonido del torrente Cedrón, sudó sangre. Pedro, Santiago y Juan dormían. Estaban en cierto sentido aislados. Jesús les invitó a velar y orar. El aislamiento en Getsemaní lo hizo fuerte para todo aquello que sucedería ese viernes.

            Dirijamos nuestra oración también a María, Abogada y Patrona de nuestra Orden, la Madre Dolorosa, que con lágrimas miraba a su Hijo alejado de todos. Dirija su mirada materna a sus muchos hijos aislados que sufren. La historia registra tantas madres tristes y afligidas que, aun sin culpa, se han visto siguiendo las huellas ensangrentadas de sus hijos. En Zagreb, en Croacia, donde casi se han derrumbado la iglesia central y el monasterio de nuestra Provincia, en las primeras horas de la mañana del cuarto domingo de Cuaresma (22 de marzo de 2020), hemos asistido a la inolvidable escena de las madres que salían corriendo del hospital de Zagreb y se precipitaban hacia la calle llevando en brazos a sus hijos recién nacidos. Unámonos a la Bienaventurada Virgen María, y con ella, a lo largo del camino de la cruz, vayamos al encuentro de todos aquellos que sufren bajo el peso insostenible de sus cruces. Hasta llegar a la cima. A Cristo Salvador.

El Cristo de nuestras muertes es también el Cristo de nuestras resurrecciones. Sigamos las huellas de Su vida, pasión, muerte y resurrección… No otras huellas. ¡El canto pascual del Aleluya llegue con toda su luz, con toda su fuerza de resurrección, en medio de todos los dolores, las miserias y las tragedias de nuestro mundo!

            Hermanos, ¡a vosotros, a nuestras familias franciscanas y a todos aquellos con los que compartimos espacio y tiempo, os deseo una Buena Pascua!

 

Fr. Miljenko Šteko, presidente de la UFME